martes, 13 de diciembre de 2011

La escuela y la familia: dos contextos y un solo niño

Independientemente de la asistencia a un entorno educativo
distinto del familiar, es evidente que la familia continúa existiendo o, en
otras palabras, el desarrollo infantil no se realiza sólo en el contexto escolar
sino que es compartido con el familiar. Esta situación es distinta a la de
generaciones anteriores8. Hace sólo 40 años la inmensa mayoría de
niños y niñas menores de 6 años únicamente se desarrollaba desde el contexto
familiar y desde otras experiencias informales de carácter
extrafamiliar9, pero en ningún caso desde contextos diseñados para
promover su desarrollo y, por tanto, las discusiones que ahora se nos plantean
en aquel entonces eran irrelevantes.
Hoy la posibilidad de que la educación infantil constituya de
verdad un contexto de desarrollo comporta necesariamente que sea continuación
del contexto familiar. Es lo que Bronfenbrenner (1987) denomina el mesosistema.
Es decir, en la medida en que los distintos entornos en que vive el niño están
en consonancia, se amplifica su capacidad para devenir en contextos de
desarrollo. Por descontado, eso no significa que los niños y las niñas deban
hacer las mismas cosas en uno y otro entorno, sino que ambos se complementen
desde el respeto, la negociación y el acuerdo entre los agentes educativos
—padres y maestros en este caso— de ambos contextos (Vila, 1995, 1998).
Ahora bien, la posibilidad de complementariedad entre el
entorno familiar y el educativo está en parte determinada por el hecho de que el
servicio de atención a la infancia responda a las necesidades de las familias.
Es difícil que exista complementariedad y continuidad entre los distintos
entornos si las familias consideran que el tipo de servicio no responde a sus
necesidades y, en consecuencia, desarrollan actitudes negativas hacia él. Esta
cuestión es muy importante, ya que muchas veces no se acaba de entender que la
educación infantil responde también a las necesidades de las familias y no sólo
a las de sus hijas e hijos10. En otras palabras, dada la enorme
importancia del contexto familiar en el desarrollo infantil, no existen en
abstracto necesidades educativas de los niños y las niñas al margen de las
educativas y asistenciales de sus familias. Por eso, cuando se plasman los
objetivos de la educación infantil en términos exclusivos del desarrollo
(socialización, hábitos, autonomía, etc.), creo que es un mal
planteamiento11. A la vez, se han de plantear objetivos explícitos en
el ámbito familiar y se ha de entender que la educación infantil complementa la
de aquel y, por tanto, ha de proponerse objetivos específicos de apoyo a la
labor educativa de las familias12.
En este sentido las necesidades de las familias son muy
diversas y, por tanto, los servicios de la educación infantil también lo deben
ser. De hecho, los países que se han planteado la cuestión han desarrollado
modos muy diversos de cuidar a la infancia y a sus familias, pero también han
garantizado que, independientemente de la forma que adopta el servicio de
atención educativa a la infancia, todos ellos forman parte de una misma
concepción relativa a la educación, el cuidado y el desarrollo infantil.
La diversidad de necesidades está relacionada con las formas
de vida de la familia y con las concepciones que tiene esta sobre la educación
de la primera infancia. A veces no existe consonancia entre ambos aspectos y a
veces sí. De tal manera, pueden existir familias que no acaban de creer en la
educación infantil pero la necesitan, porque ambos progenitores trabajan y no
pueden acudir a ningún familiar para que cuide a su hija o hijo o, al revés,
familias que podrían cuidar de la niña o el niño en casa, pero consideran que es
importante que participe en otras actividades distintas a las familiares. Entre
esos dos polos podemos encontrar todos los matices.
Por eso la educación infantil, entendida como un servicio
público que responde a las necesidades educativas de la infancia y a las de sus
familias, debe adoptar formas diversas caracterizadas por la flexibilidad y la
adecuación a los requerimientos reales de los niños y las niñas y de sus
familias.
A veces hay discusiones o se vierten opiniones sobre el
carácter que debería tener la educación infantil. Así, se mantienen creencias y
actitudes que afirman que esa educación debería ser obligatoria o, por el
contrario, se defiende que el mejor lugar para el desarrollo de la infancia es
la familia y que la educación infantil es uno de los males de la sociedad
moderna. Las primeras tienden a escolarizar a todos los niños desde su
nacimiento porque creen que es la única manera de garantizar la igualdad de
oportunidades en una sociedad que, en origen, es desigual. Esta concepción
normalmente va acompañada de una rigidez de planteamientos (toda la infancia ha
de hacer las mismas cosas y recibir igual tipo de estímulos o ha de estar el
mismo tiempo en la escuela para que pueda recibir idéntico grado de atenciones).
Las segundas niegan la educación infantil y consideran que el desarrollo sólo se
garantiza desde la existencia de relaciones privilegiadas entre la niña o niño y
sus progenitores (normalmente la madre). En esta concepción se aceptan algunos
entornos educativos en los que la niña o el niño pueden asistir con su madre,
por ejemplo, o que se configuren como contextos muy flexibles desde el punto de
vista de la asistencia y el horario, pero se rechaza que la niña o el niño
acudan sistemáticamente a un contexto con un horario semejante al escolar en
donde sean cuidados y atendidos por profesionales de la educación.
Desde nuestro punto de vista, ambos planteamientos son
erróneos. En el primero no se entiende —o no se acepta— que la familia actual
continúa siendo competente educativamente y que, por tanto, desde ésta se pueden
desarrollar capacidades semejantes a las del contexto escolar. En este sentido,
una de las características de la educación infantil es su carácter no
obligatorio, lo que no significa que no sea conveniente que los niños y las
niñas acudan a un entorno educativo diferente al familiar si está pensado para
fomentar las capacidades infantiles.
En el segundo se privilegia la familia y, en especial, la
relación con los progenitores como contexto de desarrollo, y no se entiende que
un entorno pensado y organizado de modo que atienda la diversidad de intereses y
necesidades infantiles y fomente sus relaciones sociales pueda ser muy
importante para el desarrollo infantil.
Por eso creo que las posiciones extremas en uno u otro sentido
no son productivas para reflexionar sobre la educación infantil. Pienso que
importa más reconocer la diversidad de intereses y, por tanto, las distintas
maneras de organizar la educación infantil y de garantizar que cada una de
ellas, con sus peculiaridades y diferencias, sea un auténtico contexto de
desarrollo infantil, bien por las actividades que allí se despliegan, bien por
el apoyo que reciben las familias para realizar su labor educativa.

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